domingo, 30 de diciembre de 2012

Ojos de genios tristes






Siempre me he fijado en los ojos de los grandes genios, de esos que a menudo la historia intenta desnudar descarnadamente pero que en el fondo son tan humanos como nosotros y posiblemente más porque su genialidad hace que su humanidad se manifieste con mayor dureza.

Es cierto que escultores (Rodin) pintores (Picasso, Goya) escritores (Lope, Quevedo, Góngora, Juan Ramón Jiménez) músicos (Beethoven, Chumman, Liszt Tchaikovsky), entre otros muchos, tuvieron unas vidas muy tormentosas, creo que casi todos los genios,fueron unos incomprendidos.
No quiero dejarme llevar por mis divagaciones, lo que yo he observado, es la tristeza tremenda de los ojos de algunas de estas personas tocadas por la genialidad.

 Beethoven es mi debilidad.  He estado observando retratos y dibujos de su cara, ciertamente sus rasgos son más que atractivos, son atrayentes, incluso hasta hipnóticos, pero sus ojos son de una tristeza insoldable. Fue sordo desde joven y la sordera se acrecentó con la edad, una teoría que vi en una película, parece que se inclina por los malos tratos de su padre que siempre le golpeaba a ambos lados de la cabeza sufriendo así sus oídos. Me cuesta tan siquiera imaginar lo que ha de sufrir un músico como él siendo sordo.  Supongo que todos conoceréis y si no yo os lo cuento, la anécdota absolutamente cierta, que nos dice como un músico de la orquesta que él dirigía cuando estrenó la novena,  le tuvo que dar la vuelta y ponerle cara al público para que viese los aplausos ya que no podía escucharlos.

Tchaikovsky era homosexual, era guapísimo o a mi me lo parece, un hombre elegante y que se movía perfectamente en la alta sociedad. Vió de niño como murió su madre, sumergida en una bañera de agua casi hirviendo a causa del cólera, ya que se pensaba que así se curaba. Toda su vida, esa muerte fue su miedo y su terror y al final murió por la misma causa, de la misma manera, o eso dicen, ya que se especuló con un suicidio. Sus ojos también son muy tristes, tremendamente tristes. Su música, maravillosa.

La locura de Schumann, y el amor de su mujer Clara, están reflejados en los ojos tristes de ambos, La mirada de Goya, parece que traspasa a quien observa su autorretrato.  Sordo, profundamente sordo, pero no le impidió pintar. Leonardo, poco se sabe a ciencia cierta de él, genio entre los genios, paradigma de su época y de todas las épocas, su mirada es tan antigua que te pierdes en ella, en su inquisitiva forma de observar al espectador.

Picasso, no tengo ni idea de los demonios interiores de este genio pero ciertamente su carácter y comportamiento con los que le rodeaban sobre todo sus esposas o compañeras, incluso hijos, fue muy dañino y terrible. Monet se estaba quedando ciego, unas cataratas le estaban dejando sin vista y eso para un pintor como él tiene que ser terríble, pero así con todo, plasmaba lo que veía, creó la asociación de artistas que serían llamados impresionistas, y sus ojos cuando contemplas un retrato suyo, son tristes. Se operó las cataratas y siguió pintando.  Juan Ramón hizo la vida imposible a su mujer, misógino y mala leche. Rodin, envidioso del arte de su mejor alumna, Camille, no solo la poseyó como amante, algunas de sus obras son de ella pero firmadas y retocadas  por él, al final la condujo a la locura que no fue tal, su internamiento en un manicomio solo fue para quitársela de encima él y su familia. La genialidad de ella en sus obras, muy avanzadas a su tiempo, no era fácilmente asimilable para un maestro de la escultura. Son los ojos de ella los que tienen una inmensa tristeza. No volvió a esculpir.

Y mi querido Vincent. No puedo menos que sentir ternura cuando leo las cartas que mandaba a su hermano Theo y su forma de sentir la pintura. Sus ojos son tan doloridos que cuando los contemplas,  casi sientes la profundidad de su sufrimiento interior. Cuando observo sus cuadros, veo todo lo contrario. Es curioso.


Si alguna vez se acuerdan  de este comentario cuando vean autorretratos, retratos de seres muy humanos que fueron genios, observen en su mirada, esa mirada dice muchísimo de ellos.
Dejaré algunas fotos aquí para que, si les apetece, dígan lo que ven en sus ojos, posiblemente la apreciación sea diferente a la mía, cada uno tenemos una forma de interpretar lo que vemos, pero a mi todas ellas me parecen impregnadas de una profunda tristeza. 




de Arriba a abajo, izquierda: Schumann y Clara Schumann, Camille Claudel, Van Gogh, Tchaikovsky.

Derecha: Leonardo da Vinci, Monet, Beethoven





miércoles, 26 de diciembre de 2012

Metro


Todos los días tomaba el metro desde Valdecarros hasta Iglesia. El trayecto duraba casi tres cuartos de hora, así que se llevaba su libro y se ponía a leer cada vez que iba de casa al trabajo y viceversa. Era prácticamente el único tiempo libre de que gozaba para zambullirse en sus lecturas, ya que, cuando llegaba a casa, casi a las 7 de la tarde, tenía que organizar su hogar, bañar a los niños, ayudarles con las tareas, y un sinfín de cosas que no le dejaban tiempo más que para terminar exhausta e irse pronto a dormir para madrugar al día siguiente.

La reunión comenzaría a las 10. Aún tenía tiempo para desayunarse antes de entrar. A continuación se montó en Gran Vía. No conocía muy bien la red de metro y se enfrascó primero en averiguar dónde tenía que hacer el trasbordo para dirigirse a Plaza de Castilla. No, no tendría que hacer trasbordo, así que se enfrascó en su smart phone para consultar los correos de última hora. Aún quedaba un buen trecho.

Ella consultó su reloj de forma mecánica al acabar el capítulo. No era necesario saber la hora, la cotidianidad le decía que todo estaba bajo control para llegar a tiempo al trabajo, pero mirar el reloj servía de justificación para hacer un barrido visual por el vagón y comprobar que las mismas caras de cada mañana estaban allí y allí seguían extrañas, ajenas al devenir de cada uno. Entonces su vista se fijó en una cara nueva. Justo enfrente se había sentado hacía sólo unos minutos un sujeto que iba entretenido con su teléfono móvil. Iba muy bien vestido y llevaba un portafolios de marca, zapatos muy caros, elegantes y una vestimenta impecable aunque con cierto toque desenfadado. Algo le retenía de aquel sujeto, y no sabía qué. Su edad rondaba el final de la cuarentena y le resultaba muy familiar. Abrió el libro para disimular su curiosidad y se dispuso a mirarle a hurtadillas de tanto en vez.

Él no sabía si había sido una especie de corriente de aire o un estremecimiento interno, pero, al poco de sentarse, algo le produjo en su interior cierto desasosiego que le obligó a levantar la vista y aislarse de su tarea. Las palabras del email quedaron suspendidas en el aire "por tanto, y a tenor de los hechos, la firma rescindirá el contrato que..." Entonces vio a aquella mujer enfrente suyo. Estaba enfrascada en su lectura, ajena a todo cuanto acontecía. Seguramente lo hacía a diario. Era una mujer madura, vestía de forma informal, cuidadamente informal, atractiva y segura de sí misma. Un magnetismo especial le atrapaba y no sabía definir por qué le atraía tanto. Bajó la mirada pero sin dejar de observar de soslayo cada uno de sus templados movimientos. Ella seguía ajena a todo cuanto acontecía a su alrededor, ni siquiera se había fijado en él cuando hizo un leve movimiento de sus piernas cruzadas para dejarle pasar a tomar asiento. Todo en ella le resultaba demasiado familiar...


Un leve gesto de sus dedos recorriendo su nariz le delató: era él. Aquel amor de quince años estaba sentado enfrente, con más de treinta años posados sobre sus sienes, afincados en la arruga de su frente, adheridos a la seguridad de sus movimientos. No podía equivocarse. Él, sin embargo, no había reparado en ella, pero quizás era lo mejor; no quería que viera que su larga melena ondulada había quedado en un corte a lo garçon para mayor comodidad, aunque seguía gastando sus vaqueros y algunos collares mezclados. Se daría cuenta de que sus párpados ya no enmarcaban unos ojos almendrados y vivos, sino algo más apagados por el cansancio y el tedio. Prefería que la recordara como aquella noche del parque, cuando sintió la tibieza de unos labios sobre los suyos torpemente, atropelladamente enamorados, balbuceando algunas palabras de amor escuchadas quizás en alguna película de la función de verano, allá en el pueblo. Todo fue nuevo pero fugaz, y cuando él tuvo que marcharse a finales de aquel otoño por el traslado de su familia, ella se quedó a oscuras, sin aquellos luceros negros encendidos que eran sus ojos, con aquel amor de verano intenso enredado entre los dedos, anudado al corazón y secos los labios de besos primerizos. Mejor, que no se fijara en ella, pues aquel amor que ella guardaba tiernamente entre los recuerdos no la reconocería, o tal vez, él se hubo olvidado de ella inmediatamente. Sí, seguramente se olvidó enseguida, mientras ella guardaba aún en una cajita aquellos trocitos de papel que él le pasó en clase con frases torpes de amor los primeros días del curso.

Ella se tocó levemente el flequillo e inmediatamente la reconoció en aquel gesto. Tenía una melena que él recordaba sedosa y un flequillo travieso que siempre se quitaba de la frente -o hacía como que se lo quitaba-, con un gesto ligero, automático e inútil, porque apenas lo rozaba y el flequillo quedaba en su lugar. Ese gesto entrañable de su amor primero le produjo una inmensa oleada de ternura y pasión juvenil que rescataba de algún rincón dormido. Ella fue el objeto de sus fantasías nocturnas y en aquellos pequeños pechos redondos, turgentes, recreaba un sinfín de sensaciones que le despertaban a la vida y al anhelo. Pero ella seguía sumergida en su lectura ignorante de la tempestad que había provocado en su ánimo. Estaba muy bella, con esa belleza que tallan los años dejando consistencia, serenidad y experiencia. Si ella le reconociera se fijaría inmediatamente en sus sienes blancas, y repararía en el brillo que su frente prolongaba hasta la mitad de su cabeza, antes ocupada por un fuerte cabello oscuro y brillante. Menos mal que no se dio cuenta de que era él. Posiblemente no le reconocería. O quizás ella le olvidó inmediatamente de marcharse. Seguramente sería así y se sentiría ridículo si ella supiese que aún guardaba entre las páginas de su Diario de Daniel aquellos papelillos cortados con premura en respuesta a sus palabras de amor. Porque le dolió marcharse y condenar al olvido un incipiente amor eterno. Tardó mucho en olvidarla, o tal vez nunca llegó a olvidarla del todo, y ahora la tenía frente a sí sin atreverse a despegar los labios para llamar su atención. ¿Le había mirado? No, miraba rutinariamente mientras pasaba las páginas de su novela. Al aproximarse en la siguiente estación sintió un escalofrío al pensar que la puerta se abriera y ella saliera mientras la masa de gente la engullía, esta vez para siempre. No, aún no se marchaba, y mentalmente contó las estaciones que le quedaban, en un vano intento de parar el metro y detener el instante.

Temía que acabara ese momento y sin embargo, era incapaz de dirigirse a él, no sabía qué miedos la ocupaban. Hubiera prolongado o mejor, detenido el tiempo, congelar la imagen, tal vez una captura como las que hacía a veces en la pantalla del ordenador. Dejó de escuchar los sonidos ambientales para concentrarse en la voz que anunciaba la estación siguiente: él no se bajó, pero a ella le quedaban sólo dos estaciones más... De repente despertaron en ella el deseo juvenil y el grito interno que clamaba caricias. Algo adormecido en su interior que enervaba todas sus terminaciones nerviosas y terminaba concentrándose en su vientre y que endurecía sus pechos. Sólo dos estaciones y le perdería de nuevo, reavivando unas sensaciones perdidas hacía ya demasiado tiempo.

(La voz metálica anunció "Iglesia" indiferente a lo que producía en aquella mujer. Fue un instante, una milésima de segundo en la que cruzaron fugazmente una mirada encendida. Ella le dio la espalda y se perdió entre la muchedumbre. Él la siguió con la mirada con una sensación de pérdida infinita.
A la tarde, él se volvería a su lugar.
Ella se montó a la mañana siguiente esperando ávidamente la estación de Gran Vía. Fue incapaz de concentrarse en su lectura, y cuando él no apareció, bajó la mirada a su libro, pero no leía...)

lunes, 24 de diciembre de 2012

Aquellas luces de navidad


Estos días he visto mi ciudad llena de luces navideñas. Me entristecen. Yo he estado acostumbrada toda mi vida a ver luces llenas de colores que alegraban las calles y los rostros de las personas que estaban en ellas. Luces que reclamaban titilando en los escaparates que entrásemos a comprar, que era Navidad.

Danzaban con el viento sobre nuestras cabezas bolas de cristal, trineos y renos, árboles de Navidad, composiciones adamascadas, verdes, azules amarillas, rojas, blancas, naranjas. Mirar al cielo era encontrarte con centenares de estrellas de nieve,  a falta de las de verdad,  ocultas por nubes persistentes y opacas.


Pero….. Estamos en crisis.  

De repente las luces han cambiado a otras de bajo consumo, cosa que entiendo ehh, pero  ¡Son tan frías!  Ni un solo color, todas de un blanco frio o directamente azules. Los rostros de los que caminamos cerca o pasamos por debajo, se ven envueltos en ese color  mortecino y nebuloso, como una neblina medio azul, medio triste.  Decididamente triste.

Echo de menos aquellas bombillas  especiales de Navidad. Echo de menos sus sencillos dibujos pero estallando en color, en vida, en alegría.  También echo de menos esa alegría, y no de mi niñez, no. Allí, olvidada en el pasado hace nada, abandonada en la vuelta de una esquina donde la Navidad ya no es lo que era y se ha convertido en mero reclamo al consumo (buenos estamos para consumo) y calles pálidas y mortecinas.


Como siempre, la luz la ponen los ojos de los niños, léase también niñas, que yo eso de repetir géneros una y otra vez lo llevo muy mal. Ellos tienen colorines en sus ojos, esperanza, ilusión.



Y como siempre, yo me dejo llevar por mis ojos infantiles y les deseo unas alegres y coloridas   Felices Fiestas.


jueves, 20 de diciembre de 2012

Un perro barriobajero



Slumdog Millionaire es una película emotiva que narra la historia de Jamal, un adolescente que vive en Bombay y aspira a salir de su pobreza participando en un concurso televisivo. Pese a ser analfabeto, es capaz de responder a todas las preguntas para sorpresa de todos –incluida la policía que piensa que está haciendo trampas-, de modo que a través de flash back, va desgranando su vida en medio de un país caótico y suspendido en el tiempo, en un intento de explicar que es la sapiencia de la vida y la mera subsistencia lo que le proporciona las herramientas que están a punto de hacerle rico. Sin embargo, no es el valor del dinero lo que importa a Jamal: son los sueños sobre todo, los sentimientos nobles. Y su amor por Latika.
El país entero está pendiente del desenlace del concurso, un país en el que los niños viven vidas míseras. Las escenas, el ritmo de la historia, el color, todo nos sume en un sentimiento vergonzante y emotivo que nos hace reflexionar, aunque desde nuestra comodidad occidental, sobre la pobreza, la explotación  infantil, la violencia, la corrupción... Es como una versión moderna de las historias de Dickens, con instantáneas de sobrecogedoras miradas infantiles de desesperanza.
Ganadora de ochos óscars y otros muchos premios está dirigida por Danny Boyle y fue estrenada en 2008.
A mí me encantó!



Mis disculpas

Por un problema supongo que con la configuración de mi cuenta en el blog, me veo imposibilitada de momento, para contestar a los comentarios que amablemente dos personas han hecho a un escrito mío, y también para añadir algún comentario a los escritos de mi compañera de Blog.
He solicitado ayuda e información a Google, y estoy en espera de su contestación.
Espero poder subsanarlo cuanto antes.

Agradezco y mucho, los comentarios que me han dedicado y les mando un beso para que me perdonen el no poder responder como quisiera.
Gracias

Deva                                                                                         (Acuarela de Adelene Fletcher) 

martes, 18 de diciembre de 2012

La bujarda






El Chimo y la Paulina, su mujer, eran los guardeses de la finca que don Esteban nunca visitaba porque vivía en Madrid. La gestionaba su administrador, que despachaba a los jornaleros en la casa grande, donde también recibía al Chimo que le contaba los pormenores desde su última visita; y también se aseguraba de que estuviera a punto en la época de caza, por si don Esteban decidía aparecer por allí.

Para la recogida de la aceituna había contratado un buen número de mozos venidos desde los alrededores, acudidos al reclamo de los jornales que don Hilario, el administrador, pagaba generosamente.  Uno de aquellos mozos era un andaluz moreno y enjuto con los veintiún años recién estrenados que se llamaba Manuel.

Toda la familia del Chimo acudía también al vareo y recogida, excepto la Paulina que se quedaba en la cocina del corralón de la casa grande, enfrascada en los guisos que servía en grandes tinahones para los jornaleros. La ayudaba su hija Obdulia, una joven tímida, callada y hacendosa de piel blanca y salpicada de pecas. De los otros dos hijos del matrimonio, el mayor ayudaba a los jornaleros, y el pequeño hacía de aguador o de correveidile cuando nadie gritaba su nombre.

El Chimo y su familia vivían en una casa de adobe con tejas de barro cocido un tanto alejada de la casa grande. Adosado, había un corral donde criaba gallinas, algunos cerdos y un par de esponjosos pavos de blancas plumas. También tenía una mula que tiraba del carromato cuando iba al cercano pueblo de Valverde a vender las patatas, pepinos y tomates que cultivaba en su huerto, o cuando hacía los mandados que le encomendaba don Hilario. El resto del año se dedicaba a reparar portillos, quitar chupones de los olivos que aprovechaba la Paulina para tejer canastos, y cuidar las ovejas. La Paulina por su parte se ocupaba de alimentar la fogata que calentaba el humilde habitáculo, y vigilar el borboteo del caldero que pendía colgado sobre el fuego con una sopa caliente a base de verduras de la huerta y algún que otro hueso que conservaba en salazón desde el sacrificio de algún cochino, además de ayudar al Chimo en múltiples labores.

Obdulia bajaba al río a hacer la colada, les llevaba a su padre y su hermano mayor el almuerzo cuando estaban en la jesa, y también atildaba la breve estancia para hacerla un poco más confortable. Ponía romero entre la poca ropa que tenían doblada cuidadosamente en un pequeño nicho de la pared, oculto a la vista por una cortinilla que ella misma había confeccionado; también gustaba de cultivar algunas flores que repartía por las ventanas y a la entrada de la casa, poniendo una nota de color que contrastaba con el amarillo y ocre que presidían el paisaje.

El día que Manuel entró en el corralón a por el rancho llamó poderosamente su atención. Ella siempre miraba a todo el mundo con la cabeza ligeramente agachada y era incapaz de abrir su boca para dirigirse a nadie, pero su mirada se posó sobre el muchacho discretamente, soslayada, mientras en su corazón surgía un leve trotar. La voz metálica de su madre la sacó del ensimismamiento, instándola a que sirviera a los jornaleros que ya esperaban sentados en bancos dispuestos a lo largo de rudos tablones de madera apoyados sobre burriquetas. Obdulia se acercó sin estar demasiado segura  de que no se le cayera el caldero que sujetaba por un gran asa envuelto en trapos para protegerse del calor. Un fresco y repentino olor a romero hizo que Manuel girara su cabeza. Se quedó prendado de la dulzura recatada de ella, de su atuendo humilde pero impoluto, de sus labios de pétalos de rosa; un cabello trigueño trenzado y recogido enmarcaba un óvalo perfecto, y fue entonces cuando se cruzó con unos ojos verdes que amenazaban con convertirse de un momento a otro en amarillos. Obdulia temblaba estando tan cerca de él y se sentía cálidamente feliz a la vez que violenta con la límpida mirada de Manuel clavada en su rostro.

Desde aquel día, Manuel y Obdulia comenzaron a verse subrepticiamente a la menor oportunidad, incluso cuando terminó la contrata, porque Manuel acudía a la finca siempre que podía, hasta que un día comenzaron a “festejar” bajo la atenta mirada de Paulina, y el agrado del Chimo, que veía en Manuel un refuerzo a la mano de obra de la finca.

Cuando se cumplieron los plazos que había estipulado la Paulina, pusieron fecha a la boda que se celebraría en la parroquia de Valverde, y que luego se festejaría con un hermoso pavo que había cocinado la suegra aderezado con ajo, perejil, pimentón y clavo, al estilo extremeño.

Para que Obdulia y Manuel gozaran de intimidad, el Chimo había construido adosado a la pared oeste de la casa una nueva dependencia, hecha con piedras que había rellenado de un mortero de argamasa. En el techo había instalado unos troncos a un agua, apoyados sobre la pared de la casa principal y recubiertos de manojos de brezo atados entre sí. Remataban la obra varias hileras de tejas de barro cocido que había ido rescatando y apilando de las que se iba encontrando en sus rebuscos.

Pero el Chimo sabía que esa noche era especial y quiso que los novios tuvieran una alcoba especial. Así que les preparó una de las buhardas que servían de cobijo a los pastores que cuidaban el ganado antes de que la finca tuviera casa de guardeses. Aquélla estaba construida en un alto, justo sobre el meandro del río y desde la que se divisaba la mayor parte de la finca. Se trataba de una construcción circular de piedra con una entrada soportada por una lancha trabada de pizarra; la techumbre, de troncos de madera con bastante inclinación y algunas losas de pizarra con barro fuertemente apisonado para evitar las goteras; una chimenea corona la cima del tejado. Las hay con ventanucos practicados en el muro y otras no, incluso las hay con hornacinas para guardar los enseres y un lar. La de la noche de bodas estaba rodeada de encinas y algún que otro molesto eucalipto, y ubicada en la linde de un recinto cercado con portillos de piedra junto a los que crecían algunas jaras y abundantes esparragueras silvestres. La vista del meandro era magnífica, se le podía abarcar con la mirada en su sinuosidad y el caprichoso salpicado de adelfas que trataban de coquetear con su corriente. También se observaban las playitas de arena oscura que se formaban en el interior del meandro, donde Obdulia y sus hermanos acudían con los canastos a recoger las almejas blancas de río que su madre cocinaba y que les resultaban sabrosísimas. 

Así que el Chimo cargó la mula con el escobón de brezo, un colchón recién elaborado con lana de la esquila que habían lavado en el río y secado previamente; también llevó una tosca manta de lana merina, una lamparilla de aceite, un odre lleno de agua, unas rebanadas de pan y un poco de manteca de cerdo, azúcar para espolvorear encima, y unas lonchas de tocino de jamón. Y se dispuso a adecentar la buharda hasta que quedara relindando para la joven pareja.

Después del sencillo pero suculento convite en familia, el Chimo fue a buscar la mula para los novios mientras Paulina abrazaba emocionada a su hija. Obdulia había preparado un pequeño hatillo con algún ajuar: unas sábanas blancas de tosco hilo de algodón y un camisón que había confeccionado ella misma, ambos de un lienzo de tela que su madre había comprado para ella en el mercado del pueblo como regalo de bodas, así como algunos objetos personales. El Chimo les miró de hito en hito, trémulo, pero sin decir una palabra, mientras escondía su emoción bajo su eterna boina mugrienta y el humo de su cigarrillo.

Salieron para “las juntas”, que era el paraje donde se encontraba la buharda, muy callados, montados los dos en la mula, Obdulia abrazada a Manuel pegado su rostro a su espalda, mientras Manuel sujetaba con una mano la de ella y con la otra las bridas de la mula, sin decirse nada, bajo la bóveda estrellada, solos, mientras la luna asomaba con cara de pícara para alumbrarles el camino del amor de los cuerpos blancos, de los cuerpos puros, de los sentimientos encontrados entre el temor y la emoción.

Frente a frente se miraron, una leve sonrisa de ella, nerviosa y tímida, la mano de él deslizándose por el rostro de ella, capturando unos mechones del cabello que se había soltado durante la cabalgada. Lleno de amor y lentamente deshizo su trenza soltando su abundante melena. Después soltó el nudo de su camisa amplia que se deslizó con un suave crujido hasta sus pies. El cabello se derramaba sobre sus pechos jóvenes, tersos y llenos de promesas para Manuel. Ella, sonrojada bajó sus párpados mientras sus labios de amapola se entreabrían temblando. Se acostaron en el jergón muy pegados y se amaron con pasión inexperta hasta quedar exhaustos.

La luna trazó su arco en el cielo en su periplo nocturno mientras por el ventanuco reverberaba en los cuerpos brillantes de sudor de los amantes, testigo mudo del amor inmaculado que perduraría muchos años.
Obdulia fue siempre una mujer silenciosamente feliz junto a Manuel. Cada año, por su aniversario de bodas, tejía una corona de romero adornada con flores y la colgaba a la entrada de la buharda. Son los tequieros que nunca dijo, pero que tampoco necesitó Manuel, que supo entender su amor silencioso en cada mínimo gesto de ella.

Cuando Manuel dejó de existir en el mundo, Obdulia siguió acudiendo a la buharda a colgar su corona de romero, y esto fue año tras año hasta que un día Obdulia no pudo subir más al picacho. Poco después dejó de existir también.

Si alguna vez paseas por “las juntas” podrás ver la buharda, y una coronita de romero trenzado, seco y sin sus agujas misteriosamente colgada allí y que ningún paseante, por un extraño respeto, se atrevió a quitar jamás.

Me encontré una caracola

Estas playas ya no son lo que eran,  cuando recogía  conchas de nácar o alguna piedra pequeña a la que mi imaginación daba forma y  las gaviotas campaban a sus anchas.

Ya no hay gaviotas, se las han cargado.

Solían acompañarme en mis paseos solitarios  y se interponían entre la mar y yo como si fuesen sus fieles guardianas….aunque… ¿y si me guardaban a mi? Siempre he admirado su vuelo ligero y suelto,  y ayer, ni vuelo ni nada. Ya no hay gaviotas.

El tiempo ha levantado su mano gris y húmeda y ha dejado que nos acaricie el sol…bueno…acariciar…acariciar…lo que se dice acariciar….., entre nubes, no vayan ustedes a pensar que se dejó ver con ganas. No señor. Así  con todo, me di un buen paseo por la orilla del agua, rompían algunas olas y la arena húmeda es fácil de pisar con unas  zapatillas de deporte.  Había muy pocas personas, dos o tres con sus perrillos juguetones y alguien con los pantalones remangados dejando que las olas rompiesen en sus tobillos.  Es sanísimo, dicen. Y lo es pero no por estas fechas donde un buen resfriado nos está esperando a la vuelta de la esquina.  Otra persona se estaba bañando.  Yo iba bien abrigadita y recogiendo uno a uno los rayos de sol que se me acercaban.

Las pequeñas olas, al bajar la marea, dejaban su rastro de otras orillas, y se podían ver hojas otoñales que en su color se confunden con la arena, algas, alguna concha, (por cierto creo que recogí las últimas del año). Una de nácar, otra normalita, y un caracolillo minúsculo. Estaba yo toda entusiasmada sacando fotos y más fotos de las nubes, del horizonte, de la mar, intentando hacer contraluces, y todo eso que intenta alguien que solo es aficionado casual a la fotografía y que tiene una maquina de andar por casa.

Se me ocurrió mirar a la arena en lugar de al cielo y allí estaba, una pequeña caracola de esas que cuando las pulen son de un nácar irisado y precioso pero que ésta, lógicamente estaba tal cual surge del agua. Gris, con adherencias de otros animalillos marítimos, pero perfecta, sin un solo roto. Al mirarla por dentro se veía el nácar. Jamás había visto una caracola de este tamaño en estas playas. Y yo tan contenta,  claro. Me encantan estos pequeños tesoros.

Decidí recoger velas y comenzar la retirada. Ya tenía mis trofeos. Dos conchas, eso sí una irisada. Un caracolillo y una caracola, pequeña sí, pero caracola al fin y al cabo.
Ahhhh, y unas fotos estupendas.

¿Recuerdan lo que les comenté del sabor a salitre en los labios?


Tranquilamente, regresé a casa.

domingo, 16 de diciembre de 2012

A tempo di minuetto



Ambos miraban el jarrón que el marido había regalado a la esposa, aunque ella hizo un mohín... Él, preocupado se interesó por el motivo de ese gesto.
-Cariño, no te gusta el jarrón?
-Oh, sí, amor. Es que estaba pensando...
-Qué?
-Pues que quedaría mucho mejor en una mesita auxiliar en vez de ahí. Siempre he pensado que aquel rincón quedaba un poco pobre.
-Bueno, podemos ir mañana a buscar en alguna tienda lo que deseas.
-Sí, mi vida? Oh, eres un cielo!

El jarrón puesto en la mesita auxiliar en el rincón de la sala hacía ladear la cabeza a la esposa con escepticismo. Entonces ella no dudó en comentar a su esposo lo que pensaba.
-Oye, cielín, que digo que ese mueble de tantos años desentona tremendamente con la mesita tan preciosa
-Y qué hacemos, la devolvemos?
-Noooooo... Me decía yo si no era hora de ir cambiando el mueble...
-Pero, nena...
-Andaaaaaa, cariño... Yo creo que es hora de renovar un poco el ambiente de nuestro salón.
-Bueeeeeeeno. Iremos a buscar un mueble nuevo.

Acababan de terminar de colocar el último plato de los dos o tres mil que tenía su esposa. Derrengado se tiró en el sofá. A lo que ella dijo:
-Qué pena!
-Sí, amor, estoy mortalmente fatigado.
-No, cielo, si digo que qué pena de sofá. No ves lo que te hundes en él? Está tan usado!
-...?
-Sí, mira: es absurdo tener todo esto tan bonito y no renovar ya el sofá...

El día antes de que llegara el camión de reparto el marido se dio cuenta de que su esposa tenía una cara de atribulada que no podía comprender.
-Pero cariñín, qué te ocurre? No estás contenta porque te van a traer tu sofá?
-Ay, mi amor! Qué tonta he sido!
-Es que ya no quieres el sofá nuevo?
-Qué va! Es que hemos hecho una tontería. Teníamos que haber llamado al pintor para que antes que nada hubiéramos cambiado el tono de la pared, de ese blanco aburrido a un tono pastel que haría destacar el nuevo mobiliario. Estoy desolada!
-Pero mi vida...
-Nada, nada, que mañana llamamos al pintor! Faltaba más que cometiéramos semejante tontería! Avisa ahora mismo al del reparto que no traiga el sofá hasta nuevo aviso.

Fue entonces, y sólo entonces, cuando ella, que era un mujer que pensaba en todo, se percató de la buena idea que sería añadir una habitación al salón que sólo estaba pared por medio y que en realidad, nunca usaban para nada. Así que llamó rauda al albañil para que tirara el tabique ante la atónita mirada de su esposo.

Cuando pintores, albañiles, transportistas y resto de personal hubieron terminado, ambos esposos miraban extasiados el resultado de los cambios que se habían operado en su hogar.

Fue entonces cuando ella preguntó:
-Cariño, y tú crees que ese jarrón queda ahí bien?

(Doy fe de que es verídico)

viernes, 14 de diciembre de 2012

Si hay un pintor que a mí me encandila, ese es Kandinsky.


Hace unos días, visitaba  un museo donde había un cuadro que me llamó la atención. Era una obra de una etapa de este pintor que yo no conocía demasiado.  Solo la había visto en los libros sobre el artista, pero nunca tan cercano como colgado en una sala y casi al alcance de mi mano.

El pintor, que entre los años 1902 y 1910 viajó muchísimo, visitó Túnez, Países Bajos, Francia, Italia, Rusia etc.,  agrupó las numerosas obras  que pintó en ese periodo y hasta 1914, en tres categorías.  De una de ellas, "Las improvisaciones", el artista comentaba que lo que quería plasmar en esas obras, era la expresión de las emociones interiores.
   Dentro de esta categoría, está  el  cuadro que hoy nos ocupa,   “Improvisación 6”

Cuando lo vi,  no pensaba que era de ese tamaño (los tamaños de los cuadros siempre me pillan desprevenida) era más grande de lo que yo había imaginado.  Con pinceladas firmes y colores primarios en su mayoría, el cuadro está lleno de líneas sinuosas y rotas por un rectángulo blanco.  Esas lineas sinuosas,  no son  tan continuadas como en sus obras posteriores,  sin duda,  precursoras de la abstracción

Me pilló desprevenida, he de confesarlo,  porque entre tantos  ocres, tanto rojo ingles,  verde....... allí, en una esquinita, estaba una pintura llena de luces y sol. Una obra que chocaba con las de su entorno y que destacaba en su luminosidad, aunque estaba rodeada de grandes cuadros y grandes pintores. Pero ese cuadro de Kandinsky, me dejó enamorada.
Me senté en la bancada central  a mirarle con calma, a estudiarle un poco entre señoras que pasaban, señores que hacían comentarios, voces cruzadas de guías  que rompían la calma de la sala y algún móvil que era acallado de inmediato.  No me importaba, yo suelo abstraerme con muchísima facilidad.
Contemplé como sus dos figuras centrales se transformaban continuamente  ante mis propios ojos  igual que  esa música que hacía saltar el resorte de la creatividad en el pintor y le hacía soñar con formas imposibles.

Kandinsky, saliendo de ver una ópera de Wagner, estaba tan impresionado que comentó: …….. “Podía ver todos aquellos colores en mi mente, desfilaban ante mis ojos. Salvajes, maravillosas líneas que se dibujaban ante mi”

Si ese efecto le producía la música, no me extraña nada ver en sus cuadros poderosas  ondulaciones, círculos llenos de color y luz, muchísima luz. Fogonazos de colores casi puros, primarios salvo alguna concesión. Sobre un fondo lleno de figuras casi imaginadas y en primer plano,   están dos hombres en un mercado de Túnez envueltos en sus túnicas y con turbantes de fuertes colores. El artista está jugando con el blanco, los amarillos, unos azules que derivan desde el ultramar a las mezclas con el verde o el rojo y amarillo en pinceladas grandes y potentes.

En fin que…envueltos en sus túnicas o captado justo el movimiento de envolverse, estas dos figuras, componen el peso de la obra y dan una fuerza y una plasticidad inolvidable al cuadro, con un fondo cuyas sombras están formadas por los mismos colores pero más intensos o prácticamente ausentes.

Maravilloso cuadro en todo su esplendor


jueves, 13 de diciembre de 2012

La muerte en Venecia






¿Música? Sí...
¿Pintura? También...
Pero sobre todo, formas de ver la vida y gusto por comunicar. Este es el motivo de este blog conjunto de estas dos mujeres que un día coinciden en alguna parte del mundo virtual, y que empiezan a encadenar sus vivencias a través de la escritura desde lugares muy distintos.

Fue la sensibilidad compartida lo que nos proporcionó el punto de confluencia. Auguro buenos momentos musicales y artísticos -ella sabe de eso-, y traigo una pieza excelente que admiramos las dos y que en su día ya tuvimos ocasión de comentar. Y es esta y no otra con la que me apetece abrir mi participación porque es la que me ha acompañado en los momentos más difíciles que he vivido, y aún a la que recurro cuando necesito láudano para el alma, o bálsamo para las heridas, o simplemente cuando busco la quietud en ese duro proceso de catarsis que a menudo sufrimos los humanos.

Esta pieza musical es el tema central de "La muerte en Venecia", novela corta de Thomas Mann publicada en 1912 y llevada al cine por Luchino Visconti en 1971.

Se trata de una historia compleja repleta de simbolismos que hacen mella en el ánimo del espectador. La belleza de Tadzio frente a la decadencia de Venecia, asolada por el cólera forman dos imágenes antagónicas, como antagónicos son también los sentimientos del intachable escritor Aschembach, que ve tambaleado su orden moral enamorándose perdidamente del joven Tadzio, lo que desata una inédita ola de pasiones oscuras en su interior. Es la dicotomía que habita en todo ser humano. La lucha del Eros y el Tánatos. Los entresijos oscuros del alma humana.

"Un abismo poblado de violencia, de deseos y de fantasmas sobrecogedores y exaltantes, del que por lo general no tenemos conciencia alguna, salvo a través de experiencias privilegiadas que  ocasionalmente  lo revelan,  recordándonos  que,  por  más  que  lo  hayamos reducido a la catacumba y al olvido, forma parte integral de la naturaleza humana y subyace, por lo tanto, con sus monstruos y sus sirenas seductoras, como un desafío permanente a los usos y costumbres de la civilización" (Vargas Llosa)

La muerte preside toda la narración hasta que, liberadora, acude a buscar a Aschembach, sentado frente al mar. No había otra opción. Su propio proceso devastador se representa metafóricamente en las fachadas de la bella y decrépita ciudad de Venecia.

Luchino Visconti consigue homenajear la belleza y recrear a la vez la decadencia en esta cinta magistral, y Dirk Bogarde resuelve brillantemente su atormentado personaje. El resto lo hace la magnífica banda sonora de Mahler que se trenza con el hilo de la narración como conductor indispensable de emociones.



Mi compañera de blog me ha hecho el regalo, el honor de ser quien inicie esta pequeña andadura.

Pueden creerme si les digo que  siento cierta responsabilidad ya que me encantaría hacerlo bien.
Somos dos amigas virtuales, dos personas que congeniaron  cuando cruzaron letras en otros medios, dos seres humanos que quieren compartir pensamientos, gustos y sensaciones.
 Algo así como una necesidad de soltar las palabras atadas que llevamos en nuestro interior.

Me agrada  escribir y ahora, en estos momentos, resulta un esfuerzo tremendo hacerlo ya que un blog para mí, se asemeja a un gran recinto  lleno de altavoces y en el que todo el mundo puede oír mi voz.
Nos gusta el intimismo de los sentimientos. A ambas nos agrada contar la sensación  que nos produce escuchar una pieza de música, contemplar un cuadro,  romper  la niebla, observar la sonrisa de un anciano o un niño,  chapotear en los charcos de lluvia y caminar por la arena húmeda  de una playa solitaria.  ¿Han notado como se queda el salitre en los labios?  Esas pequeñas gotitas que las olas desprenden dejan un sabor marino en la piel.

También deseamos que  compartan con nosotras  esos pequeños tesoros que todos llevamos dentro.  A veces,  pensamos que los demás no nos van a entender y nos quedamos en silencio.  Creo que es un error, porque todos, todas,  llevamos en nuestras manos, pequeñas maravillas que podemos  regalar a los demás y cuando haces un regalo desinteresado, recibes más regalos, más sentimientos, más sabiduría  y en resumidas cuentas, seguimos aprendiendo unos de otros. Creo que al final, es lo importante, seguir con ese aprendizaje que es la vida y con ojos infantiles, seguir asombrándonos de la belleza que nos rodea.

Sean todos, todas, bienvenidos a este pequeño rincón.

Deva