Algo tan
sencillo como contemplar como rompían las olas en la orilla, hacía de aquel
anciano la viva imagen de la felicidad.
Todos los días, hiciera frio o calor, el señor mayor, con paso tranquilo y
reposado bajaba a la playa, se descalzaba y lentamente iba buscando pequeñas
conchas que con aire goloso guardaba en una bolsita de plástico de esas de un
súper de barrio, de las que se doblan y guardan en el bolsillo porque no
abultan.
Dejaba que las olas se enredasen en sus tobillos y jugaba con la espuma que
salpicaba sus pantalones recogidos de forma torpe por unas manos deformadas por
los años y el trabajo en la carpintería que ya había dejado a
su hijo. También le gustaba recoger algún tronco arrojado por la mar, De esos retorcidos
y llenos de nudos que si no era muy pesado, cargaba con él hasta su casa donde un
pequeño taller era testigo de sus afanes.
Nadie sabía lo que hacía allí, pero si no estaba en la playa, se pasaba horas y
horas encerrado oyendo antiguas zarzuelas o pasodobles que a su mujer siempre
la gustaron y que ahora ya no podían escucharlos juntos.
Era feliz allí, solo, aunque, quizás no estuviera tan solo.
Una figura que parecía humana y de tamaño natural
era poco a poco creada por el hombre de la playa. Troncos leñosos, curtidos por el agua y el
salitre unidos a las conchas de nácar limpias y relucientes, la figura tenía un
halo de irrealidad, entre las sombras que la poca luz del cuarto creaba. Se
perdía entre las partículas de polvo que flotaban en algún rayo de sol.
Mientras trabajaba con ellos, canturreaba al ritmo de la música, silbaba
alegremente y a veces musitaba bajito frases que resultarían incoherentes si
alguien le escuchase, pero para él no,
para el eran su alegría, su vida y su razón para seguir vivo.
-
¿verdad que te gusta el collar?
- Es precioso Mercedes.
- Hoy he encontrado una especial, una
concha llena de reflejos, el arco iris brilla en ella.
- Creo que te la pondré en la frente para
que refleje la luz, igual que una belleza pagana, – y picarón, añadía – Lo que
tu has sido siempre - y dejaba
arrastrando un poco la última palabra con ternura mientras guiñaba sus ojos agotados y se alejaba un poco de su obra para ver mejor.
- ¡Ay Mercedes!, tengo ganas de acabar
tu falda, bailaremos al ritmo de la
música, ¡pena que no pueda ponerte un adorno de espuma de mar, como de encaje, con lo que te
gustan las olas!
Una sonrisa llena de complicidad acompañaba sus palabras y con una mirada feliz,
recorría aquella figura de arriba abajo acarciandola con sus manos callosas.
Hubiera jurado que la figura de conchas y nudos,
ladeaba dulcemente su cabeza y unía su cadera a la del viejo.