Descendía por la ladera abajo, en su parte oeste, muy cerca de donde yo tengo mi morada. Iba absorta en quién sabe qué pensamientos, enjuta y levemente inclinada bajo un peso invisible, la mirada dura y finos los apretados labios, como si contuviera algo que estuviera a punto de decir. Parecía portar la carga de un miedo infinito, ancestral, pardo, espeso y hosco; como costras adheridas a la piel.
La vi pasar y no pude decirle nada. Si ni los remansos de agua clara, ni las pequeñas torrenteras que bajaban de la cima habían lavado su miedo, ¿cómo podría yo sanarla? Si ni los grandes olmos, ni los abrigos rocosos la habían guarecido, ¿qué podía yo ofrecerle? Si ni la noche incierta, ni la gélida brisa, ni el sol inmisericorde la habían detenido, ¿cómo podría yo retenerla? Si ni el canto de la alondra, ni el rumor de viento habían aquietado su alma insomne, ¿cómo podría yo turbarla?
Yo la vi y supe que nada podía lavar sus pústulas. Quizás la lluvia...
Mujer bajo la lluvia en tarde de sol (Tatiana Esmeralda Fierro) |