Cuando nací, la mar se instaló en mis ojos y tomó posesión de mis pupilas. Se enseñoreó en ellas como si fuesen de su propiedad y ahí se quedó creciendo conmigo y regalándome su calma o enfadándose, doliéndose a la vez que yo.
Sus olas furiosas se transforman a veces en surcos de salitre que juegan a su gusto con las sombras de mi rostro creando caminos y descubriendo nuevas arrugas que a veces la risa o la tristeza desvelan dejándolas para siempre como testigos mudos de la vida.
Contemplo los años pasar serenamente y pienso que ola tras ola para bien o para mal, han de romper en la orilla y muere el tiempo y se renueva una y otra vez.
Y ahí sigue su marejada infinita jugando a ser Dios con mi tiempo.
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