domingo, 10 de febrero de 2013

Dos miradas


Puerto camina solitaria como cada noche. Le gusta caminar a la hora en que la ciudad comienza a estar silente, cuando hay apenas ojos que la sigan. Un anhelo impreciso la impele a salir y el propio fuego interno se desata en imaginar las historias que pudieran ocurrir tras las cortinas de las ventanas bajo las que pasa. Son siempre historias de pasión, de aquellas devastadoras que, cuando pasan, arrasan los cuerpos dejando rastros de sudor o de lágrimas.

Una cortina ondea tras una ventana. Es una cortina gruesa que apenas deja pasar la luz. Imagina a dos amantes que roturan sus cuerpos de besos. Imagina caricias elaboradas que arrancan gemidos placenteros cuya intensidad asciende en espiral hacia el cielo, cielo compartido. Bocas abiertas clamando besos que acuden al reclamo con el único esfuerzo de girarse hacia el otro. Cuerpos que encuentran la horma perfecta en eróticas sinuosidades. Y se respiran fuertemente.

La cortina se ha movido levemente, tal vez la figura de una mujer. La supone satisfecha, y tras el amor, echa una mirada suficiente al mundo antes del descanso. Irá al hombro de su amado a dormitar sobre él, henchida de gozo, tranquila, feliz. Entonces se apaga la luz. Silencio...

Puerto quiere ser poseída como aquella mujer, y sigue paseando su soledad mientras se flagela con historias ajenas que anhela para sí. Se aleja. Silencio...

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Camino termina de recoger los trastos que el día ha quedado desperdigados por la casa. Su marido está ya en la cama, casi dormido. Ella se acuesta y toma el libro de la mesita de noche. Él abre brevemente los ojos para desearle buenas noches, casi un murmullo, cortés y afable, como siempre, a la vez ausente.

Apenas quedan rastros de pasión, tan sólo una especie de costumbre de encontrarse en el mismo lugar cuando se vuelve del trabajo, esa especie de tranquilidad que da saber que las cosas están en su lugar, y esa especie de insatisfacción que da todo lo que ya es previsible y carente de emociones.

No es capaz de concentrarse en la lectura, algo en ella la hace sentir intranquila, como una necesidad imprecisa que no atina a definir. La ventana está abierta y escucha unos leves pasos en la calle. Cuando se asoma divisa la figura solitaria de una mujer que pasea en la oscuridad. Imagina su liviandad en su soledad escogida, la supone única dueña de sus pasos nocturnos y diurnos, y una lanzada de envidia la atraviesa por completo. De repente ve que la mujer se detiene y parece volverse hacia su ventana, y Camino se esconde tras la cortina.

Ella quiere no pertenecer a nadie como esa mujer y se vuelve a su lecho concentrada en escuchar, mientras se alejan, esos pasos libres y etéreos que no son suyos. Apaga la luz para soñarse en lugares donde no la espere nadie. Silencio...





4 comentarios:

  1. Inmóvil, bajo el follaje del sauce llorón, escondía su figura, ni triste ni jovial, más bien risueño. Era su refugio particular, el ángulo oscuro de la terraza cara al mar, bajo el destello estelar que se infiltraba ante el tranquilo balanceo de las hojas elongadas del sauce.
    Desde el primer atardecer, cuando la raya de luz burdeos desaparecía a su vista, en aquellos días otoñales, no dejó de asistir, desde su platea narrada, el paseo de aquella mujer y el cierto escalofrío de la cortina tras la ventana, bajo una luz que dibuja sombras humanas, presumiblemente unos brazos desnudos alzándose y bajando repetidas veces, configurando una escena, imaginable, erótica.
    Entre el puerto y el camino, a su izquierda, quedaban las viejas casas de pescadores. Miró su reloj y, era el momento, como al unísono, la mujer que caminaba frenó sus pasos, ladeó su cabeza hacía el ventanal, como descifrando las polichinelas en la sombra, un brazo sobre otro brazo y una melena en cascada alborotada por unos movimientos aprendidos.
    Tras el cristal, un movimiento de dedos, como izando una bandera, recorría, jugaba con una especie de vara alargada que, bajo la sombra, iba aumentando su grosor.
    La mujer que caminaba, cruzó sus manos sobre el pecho, deslizando su mano derecha en la volanda de su vestido, entre sus piernas.
    La brasa de su cigarrillo, bajo el sauce, inundó de luz, por unos segundos, su guarida. La mujer embelesada prosiguió su azar, imaginado el deseo en polichinela tras el cristal, sin dejar de mirar hacia atrás recogiendo el instante en la bajada de la rejilla de madera y el apagado de la luz.
    El hombre, observador, desde su situación, descubrió, desde la primera noche, el jugo de las mismas manos de mujer sobre el cable eléctrico de la lámpara, manoseando la lámpara, aseándola, hasta el brillo del amanecer.
    Ahogó el ascua del cigarrillo bajo la suela de su zapato, sin dejar de pensar en ella, en la mujer que caminaba. Sin dejar de pensar en sus manos, paseando por el montículo de sus pechos, deslizando una mano hacia la grieta de la vida.
    Nuestro hombre, al desandar los pasos hacia su mundo, pudo ver a tiempo como el resplandor de la luna le advirtió del movimiento de una cortina enmascarando un rostro de mujer a pocos pasos frente a él.

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  2. "Desandar los pasos hacia su mundo" para volverlos a andar al día siguiente durante todo el otoño. Andar y desandar los anhelos.

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  3. Creo recordar que una canción de Joan Baez, decía algo así como "medio mundo desea la rosa que tiene el otro medio" Yo creo que nadie sabe qué tipo de espinas tienen esas rosas.
    Algo que dejas bien patente en tu escrito lleno de desencuentro y libertad.
    Cada una de esas mujeres desea lo que tiene la otra, pero no sabe lo que hay en su corazón, en su realidad. Se equivocan en su deseo.

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  4. Desear lo que no se tiene y con más fuerza si cabe cuando se cree que pertenece al resto y uno mismo está exento de ello.
    Desear, y no conformarse nunca.

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