¡Qué pena! Pensó mientras se alejaba a paso ligero de aquel
laberinto.
Las dos palabras resonaban en su cabeza y retumbaban en su
pecho al ritmo de los latidos acelerados de su corazón. Sí, una pena.
No volvió la cabeza, sabía lo que vería. Él se había quedado
allí y se hacía cada vez más pequeño,
como en esas películas en las que la cámara va dejando la escena lentamente y
los edificios del fondo se alejan más y más
hasta perderse en el infinito de un horizonte borroso.
Borroso, así estaba ya el recuerdo en su mente. Ya no lo
necesitaba, no necesitaba aferrarse a su imagen. La vida le había enseñado que hay recuerdos innecesarios
que solo sirven para tener anclados sentimientos que se estaban quedando enquistados en su memoria y en su alma y como
cualquier quiste molesto, había que eliminarlo con el mejor golpe de bisturí.
Y eso había hecho, lo
dejó allí, abandonado en el centro del laberinto y a cada paso que daba, el
camino se borraba tras sus pies.
Reconoció el sonido de sus tacones al acabar el recorrido, levantó la cabeza y pisó con firmeza, segura
de lo que hacía, igual que esas actrices
que llevan unos “Manolos” en sus pies y fingen que les dan alas.
Ella no tenía alas ni “Manolos” pero había aprendido a andar
sin mirar atrás.
La victoria viene sola cuando es ella la que decide andar y desenlazar el entuerto del laberinto.
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