martes, 9 de abril de 2013

Sin perdón





¡Quiten a ese hombre y pongan al brigada en su lugar!

No daba crédito a las palabras de su superior que, impertérrito, no parecía dispuesto a negociar (inmisericorde).

El hombre que estaba en el pelotón de fusilamiento y al que ahora tenía que apuntar era una buena persona (como tantos). Él y su familia habían alojado a la familia del brigada en su casa cuando los rojos entraron en el pueblo arrasándolo todo (y a todos), salvándoles así de una dudosa suerte.

Cuando lo vio formando parte de aquella triste formación (agotados, abatidos) se puso lívido. Era la guerra (la crueldad). Sin perder tiempo se fue al alférez a pedir clemencia por aquel hombre. No podía apuntar, ahora no. Otras veces se había curtido pensando en las verdades absolutas (era mejor creerlo) que les inculcaban a diario, cuando les decían que los rojos eran perniciosos para la nueva España que emergía para bien de las personas de buena fe (por eso mataban, porque eran gente de buena fe), y ellos tenían que creerlo, lo habían jurado: fidelidad a la bandera y a Cristo (y los dos les exigían venganza).

Pero no había un atisbo de clemencia en la mirada ardiente del alférez, mirada de febril satisfacción: la plaza estaba en poder de los nacionales. Y por toda respuesta mi abuelo escuchó con un potente resonar en sus oídos:
¡Quiten a ese hombre y pongan al brigada en su lugar!

(Aún lloraba contando esto a sus 90 años. Como una letanía esta triste historia, tal vez para convocar a alguien que le ayudara a llevar esta penitencia que pesaba como una losa sobre su vida, o para expulsar los demonios, o para buscar el perdón que él nunca quiso darse)


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