¡Quiten a ese hombre y pongan al brigada en su lugar!
No daba crédito a las palabras de su superior que,
impertérrito, no parecía dispuesto a negociar (inmisericorde).
El hombre que estaba en el pelotón de fusilamiento y al que
ahora tenía que apuntar era una buena persona (como tantos). Él y su familia
habían alojado a la familia del brigada en su casa cuando los rojos entraron en
el pueblo arrasándolo todo (y a todos), salvándoles así de una dudosa suerte.
Cuando lo vio formando parte de aquella triste formación
(agotados, abatidos) se puso lívido. Era la guerra (la crueldad). Sin perder
tiempo se fue al alférez a pedir clemencia por aquel hombre. No podía apuntar,
ahora no. Otras veces se había curtido pensando en las verdades absolutas (era
mejor creerlo) que les inculcaban a diario, cuando les decían que los rojos
eran perniciosos para la nueva España que emergía para bien de las personas de
buena fe (por eso mataban, porque eran gente de buena fe), y ellos tenían que
creerlo, lo habían jurado: fidelidad a la bandera y a Cristo (y los dos les
exigían venganza).
Pero no había un atisbo de clemencia en la mirada ardiente
del alférez, mirada de febril satisfacción: la plaza estaba en poder de los
nacionales. Y por toda respuesta mi abuelo escuchó con un potente resonar en
sus oídos:
¡Quiten a ese hombre y pongan al brigada en su lugar!
(Aún lloraba contando esto a sus 90 años. Como una letanía
esta triste historia, tal vez para convocar a alguien que le ayudara a llevar
esta penitencia que pesaba como una losa sobre su vida, o para expulsar los
demonios, o para buscar el perdón que él nunca quiso darse)
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