El Chimo y la Paulina, su mujer, eran los guardeses de la
finca que don Esteban nunca visitaba porque vivía en Madrid. La gestionaba su
administrador, que despachaba a los jornaleros en la casa grande, donde también
recibía al Chimo que le contaba los pormenores desde su última visita; y
también se aseguraba de que estuviera a punto en la época de caza, por si don
Esteban decidía aparecer por allí.
Para la recogida de la aceituna había contratado un buen
número de mozos venidos desde los alrededores, acudidos al reclamo de los
jornales que don Hilario, el administrador, pagaba generosamente. Uno de aquellos mozos era un andaluz moreno y
enjuto con los veintiún años recién estrenados que se llamaba Manuel.
Toda la familia del Chimo acudía también al vareo y
recogida, excepto la Paulina que se quedaba en la cocina del corralón de la
casa grande, enfrascada en los guisos que servía en grandes tinahones para los
jornaleros. La ayudaba su hija Obdulia, una joven tímida, callada y hacendosa
de piel blanca y salpicada de pecas. De los otros dos hijos del matrimonio, el
mayor ayudaba a los jornaleros, y el pequeño hacía de aguador o de correveidile
cuando nadie gritaba su nombre.
El Chimo y su familia vivían en una casa de adobe con tejas
de barro cocido un tanto alejada de la casa grande. Adosado, había un corral
donde criaba gallinas, algunos cerdos y un par de esponjosos pavos de blancas
plumas. También tenía una mula que tiraba del carromato cuando iba al cercano
pueblo de Valverde a vender las patatas, pepinos y tomates que cultivaba en su
huerto, o cuando hacía los mandados que le encomendaba don Hilario. El resto
del año se dedicaba a reparar portillos, quitar chupones de los olivos que
aprovechaba la Paulina para tejer canastos, y cuidar las ovejas. La Paulina por
su parte se ocupaba de alimentar la fogata que calentaba el humilde habitáculo,
y vigilar el borboteo del caldero que pendía colgado sobre el fuego con una
sopa caliente a base de verduras de la huerta y algún que otro hueso que
conservaba en salazón desde el sacrificio de algún cochino, además de ayudar al
Chimo en múltiples labores.
Obdulia bajaba al río a hacer la colada, les llevaba a su
padre y su hermano mayor el almuerzo cuando estaban en la jesa, y también
atildaba la breve estancia para hacerla un poco más confortable. Ponía romero
entre la poca ropa que tenían doblada cuidadosamente en un pequeño nicho de la
pared, oculto a la vista por una cortinilla que ella misma había confeccionado;
también gustaba de cultivar algunas flores que repartía por las ventanas y a la
entrada de la casa, poniendo una nota de color que contrastaba con el amarillo
y ocre que presidían el paisaje.
El día que Manuel entró en el corralón a por el rancho llamó
poderosamente su atención. Ella siempre miraba a todo el mundo con la cabeza
ligeramente agachada y era incapaz de abrir su boca para dirigirse a nadie,
pero su mirada se posó sobre el muchacho discretamente, soslayada, mientras en
su corazón surgía un leve trotar. La voz metálica de su madre la sacó del ensimismamiento,
instándola a que sirviera a los jornaleros que ya esperaban sentados en bancos
dispuestos a lo largo de rudos tablones de madera apoyados sobre burriquetas.
Obdulia se acercó sin estar demasiado segura
de que no se le cayera el caldero que sujetaba por un gran asa envuelto
en trapos para protegerse del calor. Un fresco y repentino olor a romero hizo
que Manuel girara su cabeza. Se quedó prendado de la dulzura recatada de ella,
de su atuendo humilde pero impoluto, de sus labios de pétalos de rosa; un
cabello trigueño trenzado y recogido enmarcaba un óvalo perfecto, y fue
entonces cuando se cruzó con unos ojos verdes que amenazaban con convertirse de
un momento a otro en amarillos. Obdulia temblaba estando tan cerca de él y se
sentía cálidamente feliz a la vez que violenta con la límpida mirada de Manuel
clavada en su rostro.
Desde aquel día, Manuel y Obdulia comenzaron a verse
subrepticiamente a la menor oportunidad, incluso cuando terminó la contrata,
porque Manuel acudía a la finca siempre que podía, hasta que un día comenzaron
a “festejar” bajo la atenta mirada de Paulina, y el agrado del Chimo, que veía
en Manuel un refuerzo a la mano de obra de la finca.
Cuando se cumplieron los plazos que había estipulado la
Paulina, pusieron fecha a la boda que se celebraría en la parroquia de Valverde,
y que luego se festejaría con un hermoso pavo que había cocinado la suegra
aderezado con ajo, perejil, pimentón y clavo, al estilo extremeño.
Para que Obdulia y Manuel gozaran de intimidad, el Chimo
había construido adosado a la pared oeste de la casa una nueva dependencia,
hecha con piedras que había rellenado de un mortero de argamasa. En el techo
había instalado unos troncos a un agua, apoyados sobre la pared de la casa
principal y recubiertos de manojos de brezo atados entre sí. Remataban la obra
varias hileras de tejas de barro cocido que había ido rescatando y apilando de
las que se iba encontrando en sus rebuscos.
Pero el Chimo sabía que esa noche era especial y quiso que
los novios tuvieran una alcoba especial. Así que les preparó una de las buhardas
que servían de cobijo a los pastores que cuidaban el ganado antes de que la finca
tuviera casa de guardeses. Aquélla estaba construida en un alto, justo sobre el
meandro del río y desde la que se divisaba la mayor parte de la finca. Se
trataba de una construcción circular de piedra con una entrada soportada por
una lancha trabada de pizarra; la techumbre, de troncos de madera con bastante
inclinación y algunas losas de pizarra con barro fuertemente apisonado para
evitar las goteras; una chimenea corona la cima del tejado. Las hay con
ventanucos practicados en el muro y otras no, incluso las hay con hornacinas
para guardar los enseres y un lar. La de la noche de bodas estaba rodeada de
encinas y algún que otro molesto eucalipto, y ubicada en la linde de un recinto
cercado con portillos de piedra junto a los que crecían algunas jaras y
abundantes esparragueras silvestres. La vista del meandro era magnífica, se le
podía abarcar con la mirada en su sinuosidad y el caprichoso salpicado de
adelfas que trataban de coquetear con su corriente. También se observaban las
playitas de arena oscura que se formaban en el interior del meandro, donde
Obdulia y sus hermanos acudían con los canastos a recoger las almejas blancas
de río que su madre cocinaba y que les resultaban sabrosísimas.
Así que el Chimo cargó la mula con el escobón de brezo, un
colchón recién elaborado con lana de la esquila que habían lavado en el río y
secado previamente; también llevó una tosca manta de lana merina, una lamparilla
de aceite, un odre lleno de agua, unas rebanadas de pan y un poco de manteca de
cerdo, azúcar para espolvorear encima, y unas lonchas de tocino de jamón. Y se
dispuso a adecentar la buharda hasta que quedara relindando para la joven
pareja.
Después del sencillo pero suculento convite en familia, el
Chimo fue a buscar la mula para los novios mientras Paulina abrazaba emocionada
a su hija. Obdulia había preparado un pequeño hatillo con algún ajuar: unas
sábanas blancas de tosco hilo de algodón y un camisón que había confeccionado
ella misma, ambos de un lienzo de tela que su madre había comprado para ella en
el mercado del pueblo como regalo de bodas, así como algunos objetos
personales. El Chimo les miró de hito en hito, trémulo, pero sin decir una
palabra, mientras escondía su emoción bajo su eterna boina mugrienta y el humo
de su cigarrillo.
Salieron para “las juntas”, que era el paraje donde se
encontraba la buharda, muy callados, montados los dos en la mula, Obdulia
abrazada a Manuel pegado su rostro a su espalda, mientras Manuel sujetaba con
una mano la de ella y con la otra las bridas de la mula, sin decirse nada, bajo
la bóveda estrellada, solos, mientras la luna asomaba con cara de pícara para
alumbrarles el camino del amor de los cuerpos blancos, de los cuerpos puros, de
los sentimientos encontrados entre el temor y la emoción.
Frente a frente se miraron, una leve sonrisa de ella,
nerviosa y tímida, la mano de él deslizándose por el rostro de ella, capturando
unos mechones del cabello que se había soltado durante la cabalgada. Lleno de
amor y lentamente deshizo su trenza soltando su abundante melena. Después soltó
el nudo de su camisa amplia que se deslizó con un suave crujido hasta sus pies.
El cabello se derramaba sobre sus pechos jóvenes, tersos y llenos de promesas
para Manuel. Ella, sonrojada bajó sus párpados mientras sus labios de amapola
se entreabrían temblando. Se acostaron en el jergón muy pegados y se amaron con
pasión inexperta hasta quedar exhaustos.
La luna trazó su arco en el cielo en su periplo nocturno
mientras por el ventanuco reverberaba en los cuerpos brillantes de sudor de los
amantes, testigo mudo del amor inmaculado que perduraría muchos años.
Obdulia fue siempre una mujer silenciosamente feliz junto a
Manuel. Cada año, por su aniversario de bodas, tejía una corona de romero
adornada con flores y la colgaba a la entrada de la buharda. Son los tequieros
que nunca dijo, pero que tampoco necesitó Manuel, que supo entender su amor
silencioso en cada mínimo gesto de ella.
Cuando Manuel dejó de existir en el mundo, Obdulia siguió
acudiendo a la buharda a colgar su corona de romero, y esto fue año tras año
hasta que un día Obdulia no pudo subir más al picacho. Poco después dejó de
existir también.
Si alguna vez paseas por “las juntas” podrás ver la buharda,
y una coronita de romero trenzado, seco y sin sus agujas misteriosamente
colgada allí y que ningún paseante, por un extraño respeto, se atrevió a quitar
jamás.
Quise comentar algo en su momento, espero que no se quede demasiado atrás, pero arreglado el problemilla, te diré que yo también quisiera tener una "Bujarda". Creo que quienes te hemos leído, desearíamos tener nuestra bujarda particular. Para siempre.
ResponderEliminarEs un precioso relato, o una leyenda. Llega al corazón con su ternura. Un beso.