miércoles, 26 de diciembre de 2012

Metro


Todos los días tomaba el metro desde Valdecarros hasta Iglesia. El trayecto duraba casi tres cuartos de hora, así que se llevaba su libro y se ponía a leer cada vez que iba de casa al trabajo y viceversa. Era prácticamente el único tiempo libre de que gozaba para zambullirse en sus lecturas, ya que, cuando llegaba a casa, casi a las 7 de la tarde, tenía que organizar su hogar, bañar a los niños, ayudarles con las tareas, y un sinfín de cosas que no le dejaban tiempo más que para terminar exhausta e irse pronto a dormir para madrugar al día siguiente.

La reunión comenzaría a las 10. Aún tenía tiempo para desayunarse antes de entrar. A continuación se montó en Gran Vía. No conocía muy bien la red de metro y se enfrascó primero en averiguar dónde tenía que hacer el trasbordo para dirigirse a Plaza de Castilla. No, no tendría que hacer trasbordo, así que se enfrascó en su smart phone para consultar los correos de última hora. Aún quedaba un buen trecho.

Ella consultó su reloj de forma mecánica al acabar el capítulo. No era necesario saber la hora, la cotidianidad le decía que todo estaba bajo control para llegar a tiempo al trabajo, pero mirar el reloj servía de justificación para hacer un barrido visual por el vagón y comprobar que las mismas caras de cada mañana estaban allí y allí seguían extrañas, ajenas al devenir de cada uno. Entonces su vista se fijó en una cara nueva. Justo enfrente se había sentado hacía sólo unos minutos un sujeto que iba entretenido con su teléfono móvil. Iba muy bien vestido y llevaba un portafolios de marca, zapatos muy caros, elegantes y una vestimenta impecable aunque con cierto toque desenfadado. Algo le retenía de aquel sujeto, y no sabía qué. Su edad rondaba el final de la cuarentena y le resultaba muy familiar. Abrió el libro para disimular su curiosidad y se dispuso a mirarle a hurtadillas de tanto en vez.

Él no sabía si había sido una especie de corriente de aire o un estremecimiento interno, pero, al poco de sentarse, algo le produjo en su interior cierto desasosiego que le obligó a levantar la vista y aislarse de su tarea. Las palabras del email quedaron suspendidas en el aire "por tanto, y a tenor de los hechos, la firma rescindirá el contrato que..." Entonces vio a aquella mujer enfrente suyo. Estaba enfrascada en su lectura, ajena a todo cuanto acontecía. Seguramente lo hacía a diario. Era una mujer madura, vestía de forma informal, cuidadamente informal, atractiva y segura de sí misma. Un magnetismo especial le atrapaba y no sabía definir por qué le atraía tanto. Bajó la mirada pero sin dejar de observar de soslayo cada uno de sus templados movimientos. Ella seguía ajena a todo cuanto acontecía a su alrededor, ni siquiera se había fijado en él cuando hizo un leve movimiento de sus piernas cruzadas para dejarle pasar a tomar asiento. Todo en ella le resultaba demasiado familiar...


Un leve gesto de sus dedos recorriendo su nariz le delató: era él. Aquel amor de quince años estaba sentado enfrente, con más de treinta años posados sobre sus sienes, afincados en la arruga de su frente, adheridos a la seguridad de sus movimientos. No podía equivocarse. Él, sin embargo, no había reparado en ella, pero quizás era lo mejor; no quería que viera que su larga melena ondulada había quedado en un corte a lo garçon para mayor comodidad, aunque seguía gastando sus vaqueros y algunos collares mezclados. Se daría cuenta de que sus párpados ya no enmarcaban unos ojos almendrados y vivos, sino algo más apagados por el cansancio y el tedio. Prefería que la recordara como aquella noche del parque, cuando sintió la tibieza de unos labios sobre los suyos torpemente, atropelladamente enamorados, balbuceando algunas palabras de amor escuchadas quizás en alguna película de la función de verano, allá en el pueblo. Todo fue nuevo pero fugaz, y cuando él tuvo que marcharse a finales de aquel otoño por el traslado de su familia, ella se quedó a oscuras, sin aquellos luceros negros encendidos que eran sus ojos, con aquel amor de verano intenso enredado entre los dedos, anudado al corazón y secos los labios de besos primerizos. Mejor, que no se fijara en ella, pues aquel amor que ella guardaba tiernamente entre los recuerdos no la reconocería, o tal vez, él se hubo olvidado de ella inmediatamente. Sí, seguramente se olvidó enseguida, mientras ella guardaba aún en una cajita aquellos trocitos de papel que él le pasó en clase con frases torpes de amor los primeros días del curso.

Ella se tocó levemente el flequillo e inmediatamente la reconoció en aquel gesto. Tenía una melena que él recordaba sedosa y un flequillo travieso que siempre se quitaba de la frente -o hacía como que se lo quitaba-, con un gesto ligero, automático e inútil, porque apenas lo rozaba y el flequillo quedaba en su lugar. Ese gesto entrañable de su amor primero le produjo una inmensa oleada de ternura y pasión juvenil que rescataba de algún rincón dormido. Ella fue el objeto de sus fantasías nocturnas y en aquellos pequeños pechos redondos, turgentes, recreaba un sinfín de sensaciones que le despertaban a la vida y al anhelo. Pero ella seguía sumergida en su lectura ignorante de la tempestad que había provocado en su ánimo. Estaba muy bella, con esa belleza que tallan los años dejando consistencia, serenidad y experiencia. Si ella le reconociera se fijaría inmediatamente en sus sienes blancas, y repararía en el brillo que su frente prolongaba hasta la mitad de su cabeza, antes ocupada por un fuerte cabello oscuro y brillante. Menos mal que no se dio cuenta de que era él. Posiblemente no le reconocería. O quizás ella le olvidó inmediatamente de marcharse. Seguramente sería así y se sentiría ridículo si ella supiese que aún guardaba entre las páginas de su Diario de Daniel aquellos papelillos cortados con premura en respuesta a sus palabras de amor. Porque le dolió marcharse y condenar al olvido un incipiente amor eterno. Tardó mucho en olvidarla, o tal vez nunca llegó a olvidarla del todo, y ahora la tenía frente a sí sin atreverse a despegar los labios para llamar su atención. ¿Le había mirado? No, miraba rutinariamente mientras pasaba las páginas de su novela. Al aproximarse en la siguiente estación sintió un escalofrío al pensar que la puerta se abriera y ella saliera mientras la masa de gente la engullía, esta vez para siempre. No, aún no se marchaba, y mentalmente contó las estaciones que le quedaban, en un vano intento de parar el metro y detener el instante.

Temía que acabara ese momento y sin embargo, era incapaz de dirigirse a él, no sabía qué miedos la ocupaban. Hubiera prolongado o mejor, detenido el tiempo, congelar la imagen, tal vez una captura como las que hacía a veces en la pantalla del ordenador. Dejó de escuchar los sonidos ambientales para concentrarse en la voz que anunciaba la estación siguiente: él no se bajó, pero a ella le quedaban sólo dos estaciones más... De repente despertaron en ella el deseo juvenil y el grito interno que clamaba caricias. Algo adormecido en su interior que enervaba todas sus terminaciones nerviosas y terminaba concentrándose en su vientre y que endurecía sus pechos. Sólo dos estaciones y le perdería de nuevo, reavivando unas sensaciones perdidas hacía ya demasiado tiempo.

(La voz metálica anunció "Iglesia" indiferente a lo que producía en aquella mujer. Fue un instante, una milésima de segundo en la que cruzaron fugazmente una mirada encendida. Ella le dio la espalda y se perdió entre la muchedumbre. Él la siguió con la mirada con una sensación de pérdida infinita.
A la tarde, él se volvería a su lugar.
Ella se montó a la mañana siguiente esperando ávidamente la estación de Gran Vía. Fue incapaz de concentrarse en su lectura, y cuando él no apareció, bajó la mirada a su libro, pero no leía...)

1 comentario:

  1. ¡Que triste que dos amores se crucen y no suceda nada!
    La imagen que adjuntas a tu escrito es la pura imagen de tu relato.
    Yo creo que si me encontrase con un antiguo amor, le saludaría, hablaríamos si él lo aceptaba, claro, porque no solo sería yo, también serían los sentimientos de él.
    El metro es tan impersonal..... Es gris

    Un beso

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